En un lugar donde las moscas son color pardas o atigradas, donde las hormigas tienen un tamaño inusualmente grande, donde parece que puedes tocar las nubes con un dedo; vive Martín.
De edad desconocida, con una sonrisa mansa y noble, que los años arrugaron y no lograron borrar; lo veo.
Él está sentado en un tronco hecho silla con su sombrero, ropa magullada y ojotas, que no esconden las huellas de su labor campesina, viendo montañas verdes besadas por las nubes de una de las comunidades de Mollepata denominada “Linfi”.
Me adentro a su hogar, temeroso y emocionado, que cubre un pequeño espacio de todo lo que le corresponde de un vasto campo verde. Si lo vieran, pensarían que está solo porque, cabe resaltar, cada casa está muy lejos una de la otra. Sin embargo, está acompañado de vacas, perros, cuyes, gallos, gallinas y gatos, por no decir más. También lo acompañan el sonido de aviones que caen cristalinos por las montañas verdes.
Trato de conversar con él, pero sus gritos onomatopéyicos no me dejan entenderlo. Las señas ayudan en algo, pero parece que él sí me entiende. Unas cuántas palabras y me está mostrando su servicio higiénico, unas cuántas palabras y me está enseñando sus ganados, unas cuántas palabras y me está invitando cuy frito.
Mientras degustó lo invitado, veo sus ojos grises, no quiero decir tristes, pero su silencio no deja de sacarme dicha idea de la cabeza. En un momento, me sonríe con su boca llena de hojas de coca y no hago más que responder su amistad.
La calidez no acaba allí. Pese a todo se le siente animado con ganas de enseñar su hogar y sus proezas. Tras un rato de ausencia, nos alcanza una especie de trofeo: una cabeza de venado. Sonriente nos pasa la posta, el asombro no cesa hasta después de un buen rato.
No sé si Martín lo tiene presente, pues la rutina puede ser canalla silenciosa, pero tiene el patio trasero más hermoso del mundo. ¿Cuántos podemos sentarnos en un vasto pasto verde, con un sol abrasador y un fondo de montañas acariciadas por nubes que parecen algodón?
Cerca de la hora de tomar otros rumbos, el cariño sigue latente porque Martín con sus “Os”, “Es” y su gran sonrisa nos ofreció bolsas de maíz desgranado que no se nos permitió rechazar.
Grande fue mi sorpresa cuando lo vi coger su pico y una especie de bolsa, caminando con destreza envidiable hacia sus chacras. Martín sigue trabajando en sus tierras y sigue cazando para subsistir. Martín es una estadística más que engrosa el listado de personas en situación de vulnerabilidad, sin seguro de salud y analfabeto. Martín es un peruano más.